Iban empatados. Ambos equipos se defendían bien y los árbitros no sabían por quién decidirse. Uno llegaba como cabeza de serie, pues fue finalista en las dos primeras ediciones, pero el otro también venía jugando en La Liga de la Tortilla desde la primera edición, donde tuvo la mala suerte de jugar desde el principio con alguno de los finalistas.
Este año iba a ser diferente. Se había preparado, entrenado, contratado a los mejores, alentado a la afición. Pero apareció el guisante, el maldito guisante. Un guisante que saltó por la cocina y fue a caer en la tortilla de patatas, la magnífica tortilla de patatas que estaba a punto de alcanzar su óptimo grado de jugosidad.
Y el maldito guisante eligió quedarse, precisamente, en el trozo que iría a parar al último árbitro, el que tenía en el silbato el resultado del partido. A la práctica igualdad de tortillas, fue lo que le decidió por el otro equipo y consumó el resultado del 3-1. Lo que iba para empate, con prórroga y penaltis, se decidió en el tiempo reglamentario.
Pero nunca nos olvidaremos de la tortilla del Mesón de Cerrajas , que cayó por un guisante, a punto de sorprender a otros de los clásicos favoritos, La Luna. El fútbol, las tortillas y los guisantes son así.